Después de un viaje algo inesperado de 43 días al hospital, volvemos a nuestras letras.
En el hospital se ve mucho del miedo a la muerte, de cómo los hombres rudos lloran su salud. Aquellos no necesariamente grandes físicamente, sino aquellos que parecen ser impenetrables en su voluntad, aquellos que no huyen de una pelea, que trabajan duro por su familia, que no se embriagan fácilmente, que no lloran frente a nadie... Aquellos que encuentran un Dios (o una fe) entre otros enfermos, y que logran derretir su pena de rodillas, sufriendo el dolor de aquello contra lo que no pueden luchar por sí mismos. Desolados, enfrentados a su propio cuerpo que los ha traicionado, a depender de otros, a tener que admitir su impotencia.
El miedo a la muerte de quienes han tenido que recordarla de cerca y a diario, quienes la han presenciado en la cama de al lado, en el "compañero" con quien esta misma mañana habíamos conversado de cualquier cosa. El miedo a la muerte que se convierte en el deseo de ella, cuando la paz del dejar de existir se vuelve un consuelo para tu dolor.
Creo que hay muchos que aún creen que me duele mucho mi enfermedad y que hasta me quiero morir. Le he dicho a mi esposa y a una psicóloga del hospital, mi problema en realidad es que quiero vivir. Que quede claro de una vez, lo que me frustra es que aún quiero hacer muchísimas cosas y tengo que limitarme a un cuerpo enfermo. Pero no quiero morir, al contrario, tengo más ganas de aprovechar lo que tengo y lo que puedo hacer. Me ha servido a mí y lo he dado como consejo a otros enfermos: hay que concentrarse en lo que aún puede hacerse, no en lo que se perdió. No lloremos por la leche derramada. Darme por vencido no es mi naturaleza. Al contrario, será la naturaleza la que me tendrá que vencer.
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