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25 de junio de 2009

De Noche Para Siempre (XXII)

En fin, a mis quince años terminé mis "básicos" y salí del Instituto San Ignacio siendo lo que básicamente sería el resto de mi vida. Salí siendo roquero, iconoclasta, loco e inútil para el amor, escritor, amante del arte y sobre todo la música, demasiado rebelde como para triunfar, con un pensamiento crítico bastante sarcástico y algo pesimista, con ansias por la psicología, dibujante, ensimismado, y preocupado por esos misterios fantásticos que son la realidad y el Ser Humano.

Por esa época tomé la costumbre de subir a la terraza de mi casa durante la noche y observar el cielo. Me gustaba salir y sentir el viento, acostarme sobre la terraza y observar la negrura de una noche que me sobrecogía. A veces había luna llena y el cielo estaba nublado. Me gustaba observar fijamente la luna hasta que aparecía por detrás de las nubes que recorrían pesadamente el cielo, con paciencia, sin prisa. A veces estaba despejado y la luna llena era la dueña del cielo, y parecía murmurarme cosas, con una luz hipnotizante, verdadera y falsa a la vez. A veces no había luna, sólo muchas estrellas que parecían contar muchas historias distintas a las que había que poner atención una por una.

En esos viajes a mi interior fue que descubrí algo sumament importante. Al observar el cielo enorme, la oscuridad inmensa, las estrellas tan lejanas, me di cuenta de la insignificancia de nosotros. Me di cuenta de que nuestra existencia es mínima, y que prácticamente no tiene ninguna trascendencia. La existencia de cada quién no tiene la más mínima importancia, y prácticamente todos seremos olvidados. A pesar de que mis hijas y quizá mis nietos me recuerden, tarde o temprano me diluiré en el tiempo, que es implacable. Por eso vale la pena vivir la vida, porque es nuestra y única, porque no tendrá total trascendencia para nadie más que para nosotros mismos. Al final, a nadie le importará lo que hicimos con nuestra vida más que a nosotros, que tendremos nuestros recuerdos acompañándonos hasta la hora de nuestra muerte, en que sabremos si fuimos leales a nuestra persona, o si nos sentiremos falsos y vacíos. Es a nuestra alma a quien primero rendiremos cuentas.

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