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17 de febrero de 2009

Un Centavo

Había una vez un hombre desolado. No era el primero ni el último ni el único de la Humanidad, pero eso no le importaba mucho. Su esposa, quizá la persona que más lo había amado en el mundo, murió. Su hijo mayor parecía culparlo por ello, o al menos guardarle un profundo rencor relacionado con la muerte de su madre.

Tenía un trabajo estable, una familia y amigos que lo apoyaban, pero a la vez no tenía nada. A veces hablaba con Dios para agradecerle lo que tenía. Otras veces hablaba con Él para reprocharle lo que le había quitado. En otras ocasiones simplemente hablaban. No sabía qué hacer con su vida, con el nuevo destino que la vida le había deparado, y dejó que su dolor comenzara a envenenar los demás aspectos de su vida. Las relaciones con su familia se deterioraron, con sus amigos también; su trabajo era cada vez peor en muchos aspectos. Comenzó a empobrecerse como reflejo de su alma, de sus ganas de vivir.


Un buen día, cansado de estar cansado, se despertó con unas pequeñas renovasdas ganas de vivir. Pidió con todas sus fuerzas a Dios que le permitiera comenzar de nuevo. Sabía que debía comenzar por algún lado, y pensó que su trabajo podía salvarle, que era uno de los aspectos más importantes de su vida, que podía ser un buen comienzo. "Dame un centavo", pidió a Dios. Era ridículo, arbitrario, nimio, pero se aferró a su idea como la única esperanza que tuviera, como un niño encaprichado que no comprende ni siqiuera lo que desea. "Dame un centavo", pensaba.


Salió a la calle. Encontró cinco.

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