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16 de julio de 2009

De Noche Para Siempre (XXXI)

Como cualquier alumno que está a punto de graduarse, nos sentíamos la crema y nata del colegio. Los más grandes, los más especiales, los que sabíamos más que todos, los más bonitos y los que olían mejor. ¡Somos tan graciosos a esa edad! Supongo que por la misma razón, a las autoridades del colegio no les gustaba nuestra actitud, y trataban de demostrarnos "quién mandaba".

Una de las cosas indebidas que solíamos hacer al creer que éramos algo así como los mejores, era un juego estúpido que hacíamos en el salón. Todos éramos hombres, así que no había razones para cohibirnos. El juego fue evolucionando hasta llegar a lo que fue, pero era del modo siguiente: apagábamos las luces durante un momento y mientras el salón estaba a oscuras nos arrojábamos cosas, sin saber a quién le iba a caer qué. Al principio sólo se arrojaban bolas de papel, pero luego de un tiempo los más atrevidos comenzaron a arrojar otras cosas, llegando a arrojar las mochilas de los compañeros. En una ocasión comenzamos a arrojar el basurero de la clase, y siendo éste de plástico, terminó hecho pedazos. El director llegó al aula y nos regañó. No pudo probar nada, nosotros negamos todo, pero ya estábamos advertidos.

Fue divertido que el director cumpliera su promesa, porque lo hizo con la primer excusa que encontró. Un día en que teníamos un periodo libre pues un maestro se había ausentado, decidimos relajarnos y sentarnos en las sillas que estaban frente al salón. Ese día él caminaba por el colegio y nos encontró fuera de nuestro salón. Esa fue la excusa para llevarnos a dirección, regañarnos y suspendernos a TODOS por un día. Fue gracioso que nos castigara por un tecnicismo, pero así es como se logra hacer justicia a veces. No soy de esos niños tontos que hablan acerca de lo injusto que fue ese señor... soy un adulto que se ríe de las tonteras que hizo de joven, y acepta que no tenía la razón.

Suspender a todo un grado no era políticamente correcto, así que suspendió a la mitad de la clase para un día, y para el otro a la otra mitad. Yo quedé en la mitad aburrida (tal vez por ser buen estudiante) y recibí clases junto con ellos. La mitad divertida convenció a los maestros de que, como no estábamos todos, era inútil dar clases. Cosas de juventud.

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